miércoles, 13 de octubre de 2010

sueños ornamentales


Los Angeles, 20 de enero de 1945. Otra vez, un sueño en un burdel.

El que escribe en primera persona es Theodor W. Adorno, que entre 1934 –todavía en Frankfurt– y 1969, pocos días antes de su muerte, decidió tomar nota de sus sueños y construir con ellos un Traumprotokolle cuya publicación póstuma había planeado con cuidado. Si la recurrencia de los burdeles en los sueños de un intelectual alemán que prácticamente se convierte en piedra ante los pechos desnudos de una estudiante de filosofía norteamericana resulta sorprendente (aunque no tanto: al fin de cuentas, para eso están, también, los sueños), la lectura completa de la edición corregida del inconsciente de Adorno depara muchas, pero muchas más sorpresas.

Y tengo que reconocer que Pablo Gianera ya me había advertido lo extrañamente perturbador que podía ser la lectura de los Protocolos oníricos de Adorno: de todos modos, nada lo prepara a uno para el cóctel surreal de crucifixiones, bombardeos aliados, ejecuciones nazis y sexo anal con que el co-autor de la Dialéctica del Iluminismo decoraba las manifestaciones de su inconsciente.

A propósito del sexo: al parecer, casi todas las amigas de “Teddy” pasaron al menos una vez por el casting para nada casto de su propio canal 69. Adorno no tiene ningún empacho en reconocer que después de esos sueños despertaba inusualmente feliz, aún cuando es su propia esposa la que tiene que pasar en limpio los impúdicos borradores de los sueños húmedos de su marido. El sueño de noviembre del ’42, en el que Adorno le pide a su amiga X “hacerlo par le cul” (sic) sólo para encontrarse con la contrapropuesta de una complicadísima operación financiera es, probablemente, el momento en el que uno tiene la sensación de estar presenciando una película porno protagonizada por los hermanos Marx & las hermanas Engels.

Pero más allá de lo curioso que pueda resultar la promiscua vida onírica de Adorno, lo cierto es que, como podía suponerse, sus sueños se vuelven absolutamente irresistibles cuando son atravesados por motivos musicales. Curiosamente –o no tanto– Wagner parece ser la banda de sonido recurrente, con apariciones estelares de Tristán e Isolda, Los maestros cantores de Nürnberg y, desde ya, El anillo del Nibelungo. De la Tetralogía, precisamente, está tomada esta curiosa escena en la que Sigfrido pelea cuerpo a cuerpo con un caballero desconocido que resulta ser una mujer:

En eso, por detrás aparece Brunilda, caracterizada como la Estatua de la Libertad de Nueva York. Gritaba como una mujer al borde de un ataque de nervios: “¡Quiero un anillo! ¡Quiero un lindo anillo! ¡Por favor, no te olvides de tomar el anillo!” Y así Sigfrido conquistaba el anillo del Nibelungo.

Puesto que Adorno no era precisamente un amante del cine –por aquello de la reproducción técnica, etc.–, comparar estos sueños a las películas expresionistas alemanas podría resultar un tanto excesivo. Pero más allá de estos (in)voluntarios pasos de comedia, hay algunos sueños que súbitamente le confieren al libro una atmósfera que, si bien no llega a convertirse en trágica, tiene mucho de melancolía. Un poco como otra obra de un exiliado en Norteamérica, hecha con el material del que están hechos los sueños. Acaso el pasaje más conmovedor del libro de Adorno sea ese en el que parece caminar por una Viena opresiva, como la Brujas de La ciudad muerta de Korngold, cuando lo sorprende la noticia de la muerte de Alban Berg. Intento una traducción más o menos rigurosa:

Los Angeles, 17 de agosto de 1945. Un viernes negrísimo. Unas semanas atrás tuve un sueño cuyo contenido me parecía absolutamente decisivo, como si todo dependiera de ello y como si se me hubiese revelado en él el más íntimo secreto de la vanidad de la existencia. Pero lo olvidé. Hace un tiempo, durante la depresión más profunda de los meses del invierno de 1942-43, lo soñé una vez más; o, mejor aún, recuperé el sueño, fragmentariamente. Una vez más, la mayor parte se me escapaba, pero quiero consignar de todos modos lo poco que recuerdo, con la esperanza de, algún día, completarlo. Me dirigía a Viena para reunirme con Alban Berg, con el que había programado un encuentro de uno o dos días. Al llegar, me enteraba de su muerte. Recibía un telegrama, o llamaba a su casa y recibía la noticia por teléfono. Sin detenerme a pensar en dónde me alojaría, comenzaba a caminar velozmente –así como en el momento en el que se reciben las noticias más terribles no se piensa en un medio de transporte, sino que uno se lanza a correr, como si en las situaciones extremas el propio cuerpo fuese la única cosa de la que podemos estar seguros–. Corría sin destino, por un enorme arco externo que rodeaba la ciudad, más o menos similar a la circunvalación (aunque no llegaba a la Estación Oeste, como debía). Nada de lo que veía me recordaba a Viena: todo eran casas y edificios marrones, probablemente de madera. Era como si atravesara una pared de lluvia, pero un rayo de sol iluminaba mi recorrido, como para mostrarme el camino (y yo caminaba como si una enorme fuerza se me opusiera, aunque lograba superarla). Había unos destellos de una luz verde y húmeda, y yo era sensible a la tremenda belleza de todo lo que me rodeaba. Pero al mismo tiempo lo sabía: esto es sólo mera apariencia, todo está perdido desde que él murió, no hay salvación posible. Me desperté pensando que nunca había podido aceptar la muerte de Alban; que para mí nunca había sido algo real, hasta que no tuve este sueño.

2 comentarios:

Natalia J. dijo...

Un sueño soñaba anoche...

Porque los sueños, sueños son, aunque a veces se hacer realidad. Decía Carámbula...

Besotes!!

Gustavo Fernández Walker dijo...

Theodor Wiesengrund Carámbula, el filósofo-payador de Canelones...

:-*