sábado, 23 de junio de 2012

parricidios ejemplares (I)



"Uno siempre desea mejorar escribiendo", le repite un espectro al narrador de Aire de Dylan, la flamante novela de Enrique Vila-Matas. Es un espectro hamletiano o, mejor, con aires de padre de Hamlet, porque, ya muerto cuando inicia la novela, se le aparece a su hijo con la intención de revelar que ha sido asesinado. Y el narrador, como una suerte de Horacio para ese Hamlet que es Vilnius -también conocido como Little Dylan, hijo de ese espectro, condenado a crecer bajo su sombra- no puede sino poner por escrito todos los desquiciados acontecimientos que comienzan a suceder a su alrededor a partir del momento exacto en que decidió dejar de escribir.

Seguramente no se entendió nada de lo anterior. No importa, porque no es este el lugar de hacer un resumen de la novela, ni siquiera una recomendación o una crítica. Léanla ustedes y chau. Ahora el espectro me repite: "uno siempre desea mejorar escribiendo". Una frase ambigua, como las que suelen soltar los espíritus. Lo primero que pienso al terminar Aire de Dylan es que, más que nunca, la categoría de "escritor de escritores", a veces utilizada sin mayor fundamento, le cabe perfectamente a Vila-Matas, y fundamentalmente a esta última novela.

Y no viene mal desconfiar de esa faja roja que atraviesa la portada anunciando "una divertida e implacable crítica al postmodernismo". La verdad es que, si fuera por esa presentación editorial, más valdría escaparle al libro que comprarlo entusiasmado. Por suerte, al menos en mi caso, los nombres de Vila-Matas y Dylan combinados en la tapa bastaban para predisponerme de la mejor manera para arrancar la faja roja y pasar directamente a las poco más de 300 páginas de la novela.

Lo de "escritor de escritores" viene a cuento porque, en la figura de su narrador e involuntario protagonista, Aire de Dylan es una de esas tantas novelas cuyo protagonista es un escritor. Y, como suele suceder en estos casos, el problema del escritor es que nunca termina de sobrellevar la incertidumbre que genera la sensación de que, escritas ya algunas obras, de mayor o menor valía, nunca se sabe del todo si todavía queda algo más por escribir. Si uno está condenado a repetirse, o si está condenado a transformarse, para evitar la condena de la repetición. Problemas de escritores.

Pero el caso del narrador de Aire de Dylan escapa a esta regla: él ya decidió no volver a escribir, aunque no se haya animado a comunicarlo. Su problema es que, una vez que decidió que ya había escrito lo suficiente y que no había nada más para contar, el destino parece arrojarle en la cara una invitación imposible de rechazar y ahí lo tenemos, entonces, escribiendo esta novela. Que se enlaza, directamente, con aquella Bartleby y compañía del propio Vila-Matas, pero sobre todo se enlaza con Roberto Bolaño, cuyo espectro sin ninguna duda estuvo rondando la escritura de un libro en el que uno de los personajes se lanza a un viaje imposible en busca del autor ignoto de una frase que podría haber sido escrita por cualquiera. Y, bolañescamente, ese autor, ese libro, esa frase que esconde la cifra, el secreto del universo, se nos escapa permanentemente.

En una novela plagada de escritores, no hay uno sólo cuyo contorno no se esfume, como un fantasma. No sé si eso cuenta como crítica a la postmodernidad. pero cuenta, en todo caso, como percepción de la capacidad proteica de los escritores, ese "aire de Dylan" que los une imperceptiblemente a todos, y que no es otra cosa que la posibilidad de transformarse, a la manera el dios Hermes: "la extraña propiedad", se dice cerca del final, "de exhibir todas las edades y las etapas por las que habían pasado todos los Hermes, todos los Hamlet, todos los Dylan".

(continuará)

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